«La lógica de la competición a ultranza nos exige convertirnos en triunfadores. Mil veces escuchaste la advertencia: quienes te rodean son rivales. Se aprovecharán de ti. Enseña los dientes, jamás te muestres débil. Eres demasiado ingenua, vas con un lirio en la mano. No sabes poner límites. Como si el problema fuera tuyo; como si la bondad fuese una deficiencia de carácter, una insignia de perdedores.
[…] Durante una tertulia televisada hace décadas, la poeta española Gloria Fuertes, inmune al sarcasmo de sus compañeros de programa, declaró con voz ronca y total convicción: “A mí sólo me erotiza la gente buena”.
Tras siglos de fascinación por el misterio y el imperio del mal, nuestras historias sobre gente bienintencionada se cuentan en clave cursi o remilgada, incluso paródica. Salvo en las monsergas a los niños que incordian –¡pórtate bien!– o agazapada en la sobredosis de almíbar navideño, la bondad tiene una reputación aburrida, insulsa, moralizadora y pusilánime. Se elogia episódicamente, pero se devalúa por sistema.
[…] En esta época zarandeada por la incertidumbre, la avalancha de pronósticos apocalípticos y los diagnósticos fatalistas nos empujan a fijarnos mejor en lo peor. Sin embargo, a nuestro alrededor, mucha gente es buena a diario, sin que nadie parezca advertirlo o agradecerlo. La teoría de la competencia descarnada desacredita aquello que hace funcionar el mundo: los cuidados gratuitos a hijos, ancianos y enfermos. Las personas que se esmeran en sus quehaceres y sus trabajos. Las pequeñas virtudes escondidas, fuera de los focos.
La bondad asusta porque nos vuelve conscientes de la vulnerabilidad ajena, y de la propia. No queremos afrontar la fragilidad acechante de nuestros cuerpos. Preferimos el ideal de suficiencia, menos promiscuo, que promete fortaleza e independencia, al precio de aislarnos. En un océano de islas amuralladas, sin tacto ni contacto, la bondad acabará por ser nuestro placer prohibido».
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